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Agotó el SEÑOR su furor; derramó el ardor de su ira. Prendió fuego en Sion, el cual devoró sus cimientos.
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No creían los reyes de la tierra ni ninguno de los habitantes del mundo, que el adversario y el enemigo entrarían por las puertas de Jerusalén.
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Fue por los pecados de sus profetas y por las iniquidades de sus sacerdotes, que derramaron en medio de ella la sangre de los justos.
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Deambulaban como ciegos por las calles y se contaminaban con sangre, de modo que nadie pudiera tocar sus vestiduras.
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“¡Apártense, inmundos!”, les gritaban. “¡Apártense, apártense, no toquen!”. Cuando huían y deambulaban, les decían entre las naciones: “¡No morarán más aquí!”.
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La presencia del SEÑOR los ha dispersado; no los volverá a mirar. De la persona de los sacerdotes no tuvieron respeto; ni a los ancianos mostraron consideración.
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Todavía se consumen nuestros ojos tras la vana espera de nuestro socorro. Desde nuestro mirador miramos hacia una nación que no puede salvar.
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Acecharon nuestros pasos, para que no anduviéramos por nuestras propias calles. Nuestro fin se acercó; se cumplieron nuestros días, porque había llegado nuestro fin.
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Más veloces que las águilas del cielo fueron nuestros perseguidores. Sobre las montañas nos persiguieron febrilmente; en el desierto nos pusieron emboscadas.
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El aliento de nuestra vida, el ungido del SEÑOR, ha sido atrapado en sus fosas; aquel de quien habíamos dicho: “A su sombra viviremos entre las naciones”.