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No creían los reyes de la tierra ni ninguno de los habitantes del mundo, que el adversario y el enemigo entrarían por las puertas de Jerusalén.
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Fue por los pecados de sus profetas y por las iniquidades de sus sacerdotes, que derramaron en medio de ella la sangre de los justos.
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Deambulaban como ciegos por las calles y se contaminaban con sangre, de modo que nadie pudiera tocar sus vestiduras.
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“¡Apártense, inmundos!”, les gritaban. “¡Apártense, apártense, no toquen!”. Cuando huían y deambulaban, les decían entre las naciones: “¡No morarán más aquí!”.
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La presencia del SEÑOR los ha dispersado; no los volverá a mirar. De la persona de los sacerdotes no tuvieron respeto; ni a los ancianos mostraron consideración.
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Todavía se consumen nuestros ojos tras la vana espera de nuestro socorro. Desde nuestro mirador miramos hacia una nación que no puede salvar.
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