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Hasta los chacales dan la teta y amamantan a sus cachorros, pero la hija de mi pueblo se ha vuelto cruel, como los avestruces del desierto.
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Se pega a su paladar la lengua del niño de pecho, a causa de la sed. Los pequeñitos piden pan, y no hay quien se lo reparta.
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Los que comían delicados manjares han quedado desolados en las calles. Los que fueron criados con carmesí han abrazado la basura.
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Es mayor la iniquidad de la hija de mi pueblo que el pecado de Sodoma, que fue trastornada en un momento sin que pusieran manos sobre ella.
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Eran más limpios sus príncipes que la nieve, más blancos que la leche. Sus mejillas eran sonrosadas, más que las perlas. Su talle era como el zafiro.
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Más oscuros que el hollín están ahora sus semblantes; no los reconocen por las calles. Su piel está encogida sobre sus huesos, reseca como un palo.
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Más afortunados fueron los muertos por la espada que los muertos por el hambre. Porque estos murieron poco a poco, atravesados por falta de los productos del campo.
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Las manos de las mujeres compasivas cocinaron a sus propios hijos. Ellos les sirvieron de comida en medio del quebranto de la hija de mi pueblo.
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Agotó el SEÑOR su furor; derramó el ardor de su ira. Prendió fuego en Sion, el cual devoró sus cimientos.
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No creían los reyes de la tierra ni ninguno de los habitantes del mundo, que el adversario y el enemigo entrarían por las puertas de Jerusalén.
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Fue por los pecados de sus profetas y por las iniquidades de sus sacerdotes, que derramaron en medio de ella la sangre de los justos.
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Deambulaban como ciegos por las calles y se contaminaban con sangre, de modo que nadie pudiera tocar sus vestiduras.
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“¡Apártense, inmundos!”, les gritaban. “¡Apártense, apártense, no toquen!”. Cuando huían y deambulaban, les decían entre las naciones: “¡No morarán más aquí!”.
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La presencia del SEÑOR los ha dispersado; no los volverá a mirar. De la persona de los sacerdotes no tuvieron respeto; ni a los ancianos mostraron consideración.
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Todavía se consumen nuestros ojos tras la vana espera de nuestro socorro. Desde nuestro mirador miramos hacia una nación que no puede salvar.
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Acecharon nuestros pasos, para que no anduviéramos por nuestras propias calles. Nuestro fin se acercó; se cumplieron nuestros días, porque había llegado nuestro fin.
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Más veloces que las águilas del cielo fueron nuestros perseguidores. Sobre las montañas nos persiguieron febrilmente; en el desierto nos pusieron emboscadas.
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El aliento de nuestra vida, el ungido del SEÑOR, ha sido atrapado en sus fosas; aquel de quien habíamos dicho: “A su sombra viviremos entre las naciones”.