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Eran más limpios sus príncipes que la nieve, más blancos que la leche. Sus mejillas eran sonrosadas, más que las perlas. Su talle era como el zafiro.
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Más oscuros que el hollín están ahora sus semblantes; no los reconocen por las calles. Su piel está encogida sobre sus huesos, reseca como un palo.
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Más afortunados fueron los muertos por la espada que los muertos por el hambre. Porque estos murieron poco a poco, atravesados por falta de los productos del campo.
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Las manos de las mujeres compasivas cocinaron a sus propios hijos. Ellos les sirvieron de comida en medio del quebranto de la hija de mi pueblo.
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