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Hijo mío, pon atención a mi sabiduría, y a mi entendimiento inclina tu oído;
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para que guardes la sana iniciativa, y tus labios conserven el conocimiento.
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Los labios de la mujer extraña gotean miel y su paladar es más suave que el aceite;
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pero su fin es amargo como el ajenjo, agudo como una espada de dos filos.
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Sus pies descienden a la muerte; sus pasos se precipitan al Seol.
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No considera el camino de la vida; sus sendas son inestables y ella no se da cuenta.
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Ahora pues, hijos, óiganme y no se aparten de los dichos de mi boca.
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Aleja de ella tu camino y no te acerques a la puerta de su casa,
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no sea que des a otros tu honor y tus años a alguien que es cruel;
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no sea que los extraños se sacien con tus fuerzas, y los frutos de tu trabajo vayan a dar a la casa de un desconocido.
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Entonces gemirás al final de tu vida, cuando tu cuerpo y tu carne se hayan consumido.
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Y dirás: “¡Cómo aborrecí la disciplina y mi corazón menospreció la reprensión!
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No escuché la voz de mis maestros, y a los que me enseñaban no incliné mi oído.
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Casi en todo mal he estado, en medio de la sociedad y de la congregación”.
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Bebe el agua de tu propia cisterna y de los raudales de tu propio pozo.
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¿Se han de derramar afuera tus manantiales, tus corrientes de aguas por las calles?
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¡Que sean para ti solo y no para los extraños contigo!
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Sea bendito tu manantial y alégrate con la mujer de tu juventud,
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como una preciosa cierva o una graciosa gacela. Sus pechos te satisfagan en todo tiempo y en su amor recréate siempre.
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¿Por qué, hijo mío, andarás apasionado por una mujer ajena y abrazarás el seno de una extraña?
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Los caminos del hombre están ante los ojos del SEÑOR, y él considera todas sus sendas.
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Sus propias maldades apresarán al impío y será atrapado en las cuerdas de su propio pecado.
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Él morirá por falta de disciplina, y a causa de su gran insensatez se echará a perder.