y le escarnecerán, y le azotarán, y le escupirán, y le matarán; y al tercer día resucitará.

Cuanto más se acercaban a Jerusalén, más claramente se destacaba el objeto del viaje de Cristo por su actitud y sus palabras. Habían pasado algún tiempo en su viaje por el valle del Jordán, y ahora habían cruzado el río y subían lentamente hacia la cadena de colinas, en una de las cuales estaba situada Jerusalén. El porte de Jesús se hizo más extraño con el paso del tiempo. Se caracterizaba por una resolución, por una firmeza que inquietaba y asombraba a los apóstoles, y hacía temer a todos los que le seguían.

La fuerte emoción bajo la cual trabajaba, la majestad y el heroísmo que resplandecían en su actitud, el hecho de que prefería caminar solo y delante de ellos: todos estos factores llenaron a todos los discípulos de temor y presentimientos de una calamidad inminente. Además, aprovechó la oportunidad para inculcar una vez más a sus apóstoles el hecho y la forma de su Pasión. Tomó aparte a los Doce, quería que estos, sus íntimos y sus sucesores en la obra de la predicación, se dieran cuenta de que debían abandonar sus ideas carnales de un reino mesiánico terrenal.

La profecía que Él habló aquí es más detallada que las anteriores. Especifica que las autoridades judías lo entregarían en manos de los gentiles, los romanos; enumera las indignidades que tendría que soportar durante su Pasión: burlas, escupitajos, flagelaciones. Estos hechos eran vívidos, no en Su imaginación, sino en Su conocimiento. Pero siempre, como un faro resplandeciente, llegaba la seguridad consoladora de la resurrección. Mediante la repetición constante de este hecho, Jesús esperaba convencer a los discípulos de que lo recordarían en el período crítico.

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